La córnea de sus ojos bendecía el parpadeo involuntario que los devolvía a la vida: si hubiese dependido de la voluntad, se habrían secado como una de esas hojas de roble que adornan los charcos.
La realidad era insípida, transparente; habría jurado que no podía tocarse con las manos, que no podía oírse más que el rugir del viento en unas caracolas inventadas.
En una de las innumerables inhalaciones y exhalaciones de oxígeno que se veía obligada a hacer, como el preso a seguir viviendo, notó cómo sus costillas se contraían durante unos segundos más de la cuenta. La ropa se resbalaba, el sujetador caía despacio por su costado.
Cerró los ojos y se miró.
No
había
nada.
En el interior de ese par de pulmones no había ganas de respirar.
“Puedo sola”, se había dicho, “no voy a echarte de menos esta vez, yo también puedo abrazarme por las noches; ¿para qué te crees que se alargaron las extremidades al crecer? Quizás la vida ya sabía el desenlace. Quizás a cada trago de leche en la merienda nos preparábamos para autocomplacernos una vez que el final se acercase y las personas-huida ya se hubiesen marchado.”
Su pez naranja la miraba desde el cristal cóncavo preguntándose adónde habría ido con tanto silencio esa mano que hacía caer la comida del cielo. Los relojes eran más ariscos y no dejaban a la compasión ni un segundo de mísera existencia.
“Tener cuerpo para esto” -pensó. Y dejó reposar su nuca en la irrelevancia que había dejado nacer de los tallos del orgullo. Lo había alimentado, como hierba mala en el campo de la ingenuidad pasada.
La culpa no le pesa, “son los demás los que se pierden el cariño que a mí me desborda por dentro. Encontraré la forma de soltarlo, y ellos, la forma de autoengañarse”.
Y comenzó así su guerrilla contra el mundo, la fortificación de su burbuja, la recuperación de la llave de los 7 años y la vuelta a empezar.
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