Cuando salí del limbo los peces habían acabado la comida, todos los padres del mundo roncaban en la siesta y algo había empapado mi almohada.
La televisión sonaba como una mosca cojonera, de fondo entre los cascos y las quién sabe cuántas canciones que habían pasado ya. Era un raro despertar, así que me fui. Salí corriendo y sentí cada movimiento se estuviera grabando con los enfoques típicos de las películas francesas.
Me paré, con las converses preparadas y el pelo desatado al viento.
Me paré y el corazón saltó al primer plano, y empezó a iluminarse al ritmo de una batería de latidos.
Mierda, había vuelto a pensar en tu boca.
No era mi culpa, ni siquiera era mi intención, puedo jurarlo, pero la echaba de menos. Pensé que a los mejor estaba demasiado colgada, tenía miedo de ahogarte con la manía de hacerme la cuerda para no entrar al manicomio.
Movimiento.
Recuerdo cómo, sin mover los labios, dejaste de pedir orden y ponerme a prueba y me enredaste el pelo. Nos acercamos tanto que nuestros huesos parecían haber sido tirados a un saco sin cuidado, puntiagudos, como un puzzle deshecho que resulta encajar, grises y con ganas de desgastarse. Había cosquillas, costillas y yo boqueaba como un pez buscando tu aire.
Tu mirada es lo último que recuerdo antes de destrozar con la almohada todas las siestas, televisiones, moscas, corazones, televisiones, bocas, peceras, canciones, televisiones, calvos, baterías, manicomios y cintas de películas francesas de este mundo. Luego huí, para variar.
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