sábado, 13 de junio de 2015

Voz en off.

Cuando salí del limbo los peces habían acabado la comida, todos los padres del mundo roncaban en la siesta y algo había empapado mi almohada.
La televisión sonaba como una mosca cojonera, de fondo entre los cascos y las quién sabe cuántas canciones que habían pasado ya. Era un raro despertar, así que me fui.  Salí corriendo y sentí cada movimiento se estuviera grabando con los enfoques típicos de las películas francesas.

Me paré, con las converses preparadas y el pelo desatado al viento. 
Me paré y el corazón saltó al primer plano, y empezó a iluminarse al ritmo de una batería de latidos.
Mierda, había vuelto a pensar en tu boca. 
No era mi culpa, ni siquiera era mi intención, puedo jurarlo, pero la echaba de menos. Pensé que a los mejor estaba demasiado colgada, tenía miedo de ahogarte con la manía de hacerme la cuerda para no entrar al manicomio.

Movimiento.

Recuerdo cómo, sin mover los labios, dejaste de pedir orden y ponerme a prueba y me enredaste el pelo. Nos acercamos tanto que nuestros huesos parecían haber sido tirados a un saco sin cuidado, puntiagudos, como un puzzle deshecho que resulta encajar, grises y con ganas de desgastarse. Había cosquillas, costillas y yo boqueaba como un pez buscando tu aire.
Tu mirada es lo último que recuerdo antes de destrozar con la almohada todas las siestas, televisiones, moscas, corazones, televisiones, bocas, peceras, canciones, televisiones, calvos, baterías, manicomios y cintas de películas francesas de este mundo. Luego huí, para variar. 

Creo que era poesía

He escuchado poesía, 
he leído poesía,
me he visto en poesía,
y he escrito algo que se le parecía. 

He nadado, entendido, amado poesía,
y me he ahogado en sus sueños
incluso a la luz del día.  

He visto la realidad distorsionada
por gente que no la creía,
y era triste, sosa y amarga;
era fría y no había cara descubierta. 

Me acerqué a la hoja en blanco
y, como al mejor de mis amigos,
le conté cómo sufría cuando veía
que el mundo se iba a la mierda
y ese barco se iba al naufragio con mi vida. 

Me dio una botella, 
me obligó a vaciarla en mis entrañas,
me dijo que me vaciara ahora yo en ella;
que las cartas de piratas
siempre encontraban firme tierra. 

Y es así como decidí desahogarme,
tirar mi agua por la borda,
mandar mensajes desde dentro
a un mundo sordo que me ignora. 

Decidí seguir viviendo
con los tumbos del maldito y gastado barco,
convertir mis penas en sirenas
y ahogarlas donde aún pudieran respirar. 

Desde entonces mancho blancos
con la tinta que me queda,
descubro mundos al segundo
aunque no lleve bandera. 

Y pienso seguir haciéndolo,
aunque en ello no haga huella,
aunque me marchite cual rosa,
y exprima mi ser hasta que duela. 

Parece mentira,
pero he encontrado la luna
que me llena.